Por Susan Sontag
W. G. Sebald, nacido en un poblado alemán en 1944, es uno de esos raros escritores que han convertido al viaje en motivo de grandeza y encanto. Este ensayo traza su perfil literario y se conmueve ante el lenguaje de sus obras, un fluir maravilloso, delicado y denso.
Susan Sontag interroga a tres de las novelas de Sebald hasta dar con un proyecto que retrocede ante las devastaciones de la modernidad y medita en torno a los secretos de vidas oscuras. Ofrecemos también una muestra del trabajo de Sebald, sin más ambición que el gusto por la buena literatura.
¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W. G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores del idioma inglés.
Vértigo, la tercera novela de Sebald traducida al inglés, fue el punto de partida. Apareció en alemán en 1990, cuando su autor tenía 46 años; tres años después vino Los emigrantes; dos años más tarde Los anillos de Saturno. Cuando Los emigrantes se tradujo al inglés en 1996, la aclamación lindó con la reverencia. Ahí estaba un escritor magistral, maduro, inclusive otoñal en su persona y en sus temas, que había logrado un libro tan extraño como irrefutable. Su lenguaje era maravilloso: delicado, denso, inmerso en la materia de las cosas; y aunque de esto hubiera amplios antecedentes en lengua inglesa, lo que resultaba ajeno y a la vez más persuasivo era la autoridad extraordinaria de la voz de Sebald: su gravedad, sinuosidad, precisión, su libertad frente a toda cohibición debilitadora o toda ironía gratuita.
En los libros de W. G. Sebald, un narrador que lleva el nombre de W. G. Sebald —según se nos recuerda en forma ocasional— viaja para rendir cuenta de la evidencia de una moral en la naturaleza, retrocede ante las devastaciones de la modernidad, medita en torno a los secretos de vidas oscuras. En alguna jornada de investigación, lanzado por algún recuerdo o noticia de un mundo perdido sin remedio, él recuerda, invoca, alucina, lamenta.
¿Es Sebald el narrador? ¿O es un personaje de ficción a quien el autor ha prestado su nombre, con detalles selectos de su biografía? Nacido en 1944 en un poblado alemán que en sus libros llama "W." (la cubierta lo identifica para nosotros como Wertach im Allgäu), el autor se estableció en Inglaterra durante sus primeros veinte años de edad, y con una carrera académica vigente en la enseñanza de literatura alemana moderna en la Universidad de East Anglia, incluye un puñado de alusiones a estos y algunos otros hechos, y también —con otros documentos autorreferenciales reproducidos en sus libros— un retrato con el grano abierto de él mismo, situado al frente de un enorme cedro de Líbano en Los anillos de Saturno, o la foto de su nuevo pasaporte en Vértigo.
Sin embargo, estos libros reclaman con justicia ser considerados como ficción. Y son ficción, no sólo porque hay buenas razones para creer que mucho ha sido inventado o alterado sino porque, seguramente, algo de lo que Sebald narra sucedió en efecto: nombres, lugares, fechas y demás. La ficción y la objetividad, desde luego, no se oponen. Uno de los reclamos fundadores de la novela inglesa es que la historia sea verdadera. Lo característico de una obra de ficción no es que la historia no sea verdadera —bien puede ser verdadera, en parte o en su integridad—, sino su uso o expansión de una variedad de recursos (aun documentos falsos o fraguados) que producen lo que los críticos literarios llaman "el efecto de lo real". Las ficciones de Sebald —y la ilustración visual que las acompaña— proyectan el efecto de lo real a un extremo fulgurante.
Este narrador "real" es un modelo de construcción literaria: el promeneur solitaire de muchas generaciones de literatura romántica. Un solitario, aun cuando se menciona alguna compañía (como Clara, en el párrafo inicial de Los emigrantes), el narrador está listo para salir de viaje a su antojo, a seguir algún arrebato de curiosidad acerca de una vida extinta (como los cuentos de Paul, un querido maestro de primaria en Los emigrantes, quien por primera vez lleva al narrador de vuelta a la "nueva Alemania", y como los del tío Adelwath, quien lleva al narrador a Estados Unidos). Otro motivo para el viaje se plantea en Vértigo y Los anillos de Saturno, donde resulta más evidente que el narrador es asimismo un escritor, con las inquietudes de un escritor y el gusto por la soledad de un escritor. Es frecuente que el narrador empiece el viaje cuando surge alguna crisis. Y, por lo común, el viaje es una indagación, aun cuando la naturaleza de esa indagación no se manifiesta enseguida. He aquí el principio del segundo de los cuatro relatos que conforman Vértigo:
En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua...
Este largo pasaje, titulado "All ´estero" ("En el extranjero"), que lleva al narrador desde Viena a varios lugares del norte de Italia, sigue al capítulo inicial —un brillante ejercicio de escritura concentrada que refiere la biografía del muy viajero Stendhal— y le sigue un tercer capítulo que relata con brevedad la jornada italiana de otro escritor, "Dr. K.", en algunos sitios visitados por Sebald durante sus viajes a Italia. El cuarto y último capítulo, tan largo como el segundo y complementario de éste, se titula "Il ritorno in patria" ("Regreso a casa"). Las cuatro narraciones de Vértigo bosquejan todos los temas principales de Sebald: los viajes; las vidas de escritores que son también viajeros; el sentirse obsesionado y el estar libre de lastres. Siempre hay visiones de la destrucción. En el primer relato, mientras se recupera de una enfermedad, Stendhal sueña en el gran incendio de Moscú; el último relato finaliza cuando Sebald se duerme sobre el diario de Samuel Pepys y sueña con Londres destruido por el Gran Incendio.
Los emigrantes emplea la misma estructura musical de cuatro movimientos donde la cuarta narración es la más extensa y poderosa. Los viajes de una u otra especie habitan el corazón de toda la narrativa de Sebald: en las peregrinaciones del propio narrador y las vidas, todas de algún modo desplazadas, que el narrador evoca.
Comparemos con la primera oración de Los anillos de Saturno:
En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo.
Los anillos de Saturno es en su integridad el recuento de este viaje a pie realizado con el propósito de disipar el vacío. Pero si el viaje tradicional nos acercaba a la naturaleza, aquí mide los grados de la devastación; el principio del libro nos dice que el narrador estuvo tan abatido al descubrir "las huellas de la destrucción" que un año después de comenzar su viaje debió ingresar a un hospital de Norwich "en un estado de inmovilidad casi total".
Los viajes bajo el signo de Saturno, divisa de la melancolía, son el tema de los tres libros escritos por Sebald en la primera mitad de los noventa. Su punto primordial es la destrucción: de la naturaleza (el lamento por los árboles que destruyó un mal holandés que atacó a los olmos, y por los que destruyó el huracán de 1987 en la penúltima sección de Los anillos de Saturno); la destrucción de las ciudades; de los estilos de vida. Los emigrantes relata un viaje a Deauville en 1991, en busca tal vez de "algún residuo del pasado" para confirmar que este "lugar de veraneo alguna vez legendario, como cualquier otro lugar que uno visita ahora en cualquier país o continente, estaba agotado, arruinado sin remedio por el tráfico, las tiendas y boutiques, el instinto insaciable de la destrucción". Y el cuarto relato de Vértigo, con el regreso a casa en W. —que el narrador dice no haber revisitado desde su infancia— es una extensa recherche du temps perdu.
El clímax de Los emigrantes, cuatro relatos acerca de personas que abandonaron su tierra natal, es la evocación desoladora —supuestamente, una memoria en manuscrito— de una idílica infancia germano-judía. El narrador describe su decisión de visitar Kissingen, el pueblo donde el autor pasó su infancia, para observar las huellas que han perdurado de ésta. Dado que Sebald se estableció en lengua inglesa con Los emigrantes, y como el personaje de su último relato es un famoso pintor llamado Max Ferber, judío alemán enviado durante su niñez, fuera de la Alemania nazi, a la seguridad de Inglaterra —su madre, que murió con su padre en los campos de concentración, es la autora de la memoria—, el libro fue etiquetado rutinariamente por la mayoría de los reseñistas —sobre todo, aunque no sólo en Estados Unidos— como un ejemplo de "literatura del holocausto". Al terminar un libro de lamentación con el tema extremo de lamento, Los emigrantes pudo preparar el desencanto de muchos admiradores de Sebald por la obra que le siguió en traducción, Los anillos de Saturno. Este libro no se divide en narraciones distintas, sino que consiste en una cadena o progresión de historias: una conduce a la otra. En Los anillos de Saturno, una mente bien armada especula si acaso Sir Thomas Browne, al visitar Holanda, asistió a la lección de anatomía pintada por Rembrandt; recuerda un interludio romántico en la vida de Chateaubriand durante su exilio en Inglaterra, evoca los nobles esfuerzos de Roger Casement por divulgar las infamias del régimen de Leopoldo en el Congo, cuenta otra vez la infancia en el exilio y las primeras aventuras en el mar de Joseph Conrad: estas y muchas otras historias. En su procesión de anécdotas raras y eruditas, en sus encuentros afectuosos con gente libresca (dos conferencistas de literatura francesa, entre ellos un académico especializado en Flaubert; el traductor y poeta Michael Hamburger), Los anillos de Saturno pudo parecer —luego de la agudeza extrema de Los emigrantes— simplemente "literario".
Sería una pena que las expectativas creadas por Los emigrantes sobre la obra de Sebald influyeran también en la recepción de Vértigo, que esclarece aún más la naturaleza y la urgencia moral de sus relatos de viajes —atentos a lo histórico por sus obsesiones, pero con alcances que son de la ficción—. El viaje libera la mente para el juego de las asociaciones, para los sufrimientos (y erosiones) de la memoria, para degustar la soledad. La conciencia del narrador solitario es el verdadero protagonista de los libros de Sebald, inclusive cuando hace una de las cosas que mejor sabe hacer: contar y resumir las vidas de otros.
Vértigo es el libro donde la vida del narrador en Inglaterra es menos visible. Y todavía más que los dos libros que le siguieron, este es el autorretrato de una mente: una mente sin sosiego, insatisfecha de manera crónica; una mente atormentada; una mente proclive a las alucinaciones. Al caminar por Viena, cree reconocer al poeta Dante, desterrado de su ciudad bajo condena de ser quemado en la hoguera. En la banca posterior de un vaporetto en Venecia, ve a Ludwig II de Bavaria; al viajar en un autobús por la costa del Lago Garda hacia Riva, ve a un adolescente cuyo aspecto corresponde al de Kafka con exactitud. Este narrador, que se define a sí mismo como un extranjero —al escuchar el parloteo de algunos turistas alemanes en un hotel, él quisiera no haberlos entendido, "o sea, haber sido ciudadano de un mejor país, o de ningún país en absoluto"— es, además, una mente luctuosa. En cierto momento, el narrador afirma no saber si todavía está en la tierra de los vivos, o si ya está en algún otro lugar.
De hecho, él está en ambos: con los vivos y —si la guía es su imaginación— con los póstumos también. Un viaje es con frecuencia una nueva visita. Es el retorno a un lugar, a consecuencia de algún asunto inconcluso, para buscar el origen de un recuerdo, para repetir (o completar) una experiencia; para entregarse uno mismo —como en la cuarta narración de Los emigrantes— a las revelaciones más concluyentes y devastadoras. Estos actos heroicos del recuerdo y la búsqueda de sus orígenes traen consigo su precio. Parte del poderío de Vértigo es que atiende más el costo de este esfuerzo. (Vértigo, la palabra empleada para traducir el título alemán Schwindel. Gefühle —a grandes rasgos: Mal de altura. Sentimiento— apenas sugiere todas las clases de pánico, apatía y desorientación que narra el libro).
Vértigo cuenta la forma como el narrador, luego de llegar a Viena, camina tanto que al regresar al hotel descubre que sus zapatos caen en pedazos. En Los anillos de Saturno, y sobre todo en Los emigrantes, la mente se concentra menos en sí misma; el narrador es más elusivo. Más que en los libros posteriores, Vértigo aborda la conciencia doliente del propio narrador. Pero en la angustia mental invocada de forma lacónica que aguijonea la tranquilidad del narrador, la conciencia inteligente nunca es solipsista, como sucede en la literatura de menor alcance.
El sostén de la conciencia fluctuante del narrador reside en el espacio y la vivacidad de los detalles. Como el viaje es el principio generador de la actividad mental en los libros de Sebald, desplazarse en el espacio brinda un estímulo kinético a sus descripciones maravillosas, en especial sus paisajes. He aquí un narrador en propulsión.
¿Dónde hemos escuchado en lengua inglesa una voz de tal exactitud y confianza, tan directa al expresar el sentimiento y sin embargo tan respetuosamente devota del registro de "lo real"? Podemos citar a D. H. Lawrence y al Naipaul de El enigma de la llegada, aunque poco hay en ellos de la desolación apasionada de la voz de Sebald. Para esto, uno debe considerar una genealogía alemana. Jean Paul, Franz Grillparzer, Adalbert Stifter, Robert Walser, el Hofmannsthal de La carta de Lord Chandos y Thomas Bernhard son algunas afinidades de este maestro contemporáneo de la literatura de lamentación y ansiedad mental. El consenso acerca de la mayor parte de la literatura inglesa del siglo pasado ha decretado que las perturbaciones líricas y elegiacas son inadecuadas para la ficción: sobrecargada, pretensiosa. (Incluso una gran novela, tan excepcional como Las olas, de Virginia Woolf, no se ha librado de estos rigores.) La literatura alemana de la posguerra, preocupada por la manera en que la grandeza del arte y la literatura del pasado —particularmente del romanticismo alemán— demostró su afinidad con la conformación de mitos del totalitarismo, sospechaba de cualquier cosa que se pareciera a la evocación romántica o nostálgica del pasado. De ahí tal vez que sólo un escritor alemán radicado en el extranjero de modo permanente, en las inmediaciones de una literatura con una predilección moderna por lo anti-sublime, pudo lograr un tono de semejante convicción y nobleza.
Además del fervor moral y los dones compasivos del narrador (aquí se aparta de Bernhard), lo que mantiene su escritura siempre fresca, y nunca meramente retórica, es el desbordamiento que nombra y visualiza en palabras; esto, más el recurso siempre sorpresivo de las ilustraciones. Imágenes de boletos de tren, la hoja desgarrada de un diario de bolsillo, dibujos, una tarjeta de visita, recortes de periódico, el detalle de un cuadro y desde luego fotografías, con el encanto y en muchos casos la imperfección de las reliquias. Así, en un momento de Vértigo, el narrador pierde su pasaporte; o, más bien, se lo pierden en el hotel. Y ahí está el documento creado por la policía de Riva, en el cual —un toque de misterio— la tinta en la G de W. G. Sebald está incompleta; y ahí está el nuevo pasaporte, con la fotografía tomada por el consulado de Alemania en Milán. (En efecto, este extranjero profesional viaja con pasaporte alemán o, por lo menos, así lo hizo en 1987.) En Los emigrantes, estos documentos visuales parecían talismanes. Y es probable que no todos fueran auténticos. En Los anillos de Saturno, con menor interés, parecen simplemente ilustrativos. Si el narrador habla de Swinburne, hay un pequeño retrato de Swinburne en medio de la página; si relata una visita a un cementerio en Suffolk, donde ha captado su atención el monumento funerario de una mujer fallecida en 1799, el cual describe en detalle, desde el empalagoso epitafio hasta los agujeros perforados en la piedra de los bordes superiores por los cuatro lados, tenemos también una pequeña y borrosa fotografía de la tumba, otra vez en medio de la página.
En Vértigo, los documentos tienen un mensaje más incisivo. Nos dicen: "lo que les hemos contado es cierto" —algo que, por lo común, el lector de ficción difícilmente espera—. Ofrecer cualquier tipo de evidencia es dotar a lo descrito con palabras de un excedente misterioso de pathos. Las fotografías y otras reliquias reproducidas en la página conforman un índice exquisito del transcurso del pasado.
En ocasiones se parece a los devaneos de Tristam Shandy: el autor está intimando con nosotros. En otros momentos, estas reliquias visuales proferidas con insistencia parecen un desafío insolente a la suficiencia de lo verbal. Con todo, como Sebald apunta en Los anillos de Saturno al describir una aparición favorita —la Sala de Lectura de los Marineros en Southwold, donde examina las anotaciones del cuaderno de bitácora de una patrulla marina anclada lejos de los muelles en el otoño de 1914—: "Cada vez que descifro uno de estos registros me asombra que un rastro desvanecido en el aire o el agua durante tanto tiempo permanezca visible en este papel." Y continúa, al cerrar la cubierta veteada del cuaderno de bitácora y considerar "la misteriosa supervivencia de la palabra escrita".
Publicado originalmente en Babelia, suplemento cultural del diario El País, el 14 de julio de 2001.
Entrevista a W. G. Sebald (Wertach, 1944)
Está considerado uno de los grandes de la literatura europea contemporánea. En Alemania acaba de publicarse Austerlitz, su última novela. En otoño aparecerá en España una de sus primeras obras: Vértigo.
Texto: Ciro Krauthausen
Reacio primero a conceder una entrevista, W. G. Sebald es de una exquisita cortesía en el cara a cara, en un pequeño hotel en Múnich. Sus explicaciones denotan su larga experiencia de profesor universitario; el tono de voz es pausado, algo triste; y su alemán rememora tanto la región del Allgäu, región alpina en Baviera, de donde es oriundo, como el lenguaje culto de tiempos pasados. Al cambiar al inglés, lo que hace frecuentemente, Sebald, de 57 años, gana soltura y alegría. "El alemán coloquial no me es asequible, porque desde hace ya casi 35 años vivo en el Reino Unido", explica. "Pero tampoco sería capaz de escribir literatura en inglés. No es fácil ser bilingüe".
"Casi no conocía este país cuando lo abandoné, a los veintiún años y medio". Nacido en 1944, en Wertach, Sebald se marchó en 1965, primero a Suiza y después al Reino Unido: desde 1970 es profesor de literatura en Norwich. A grandes rasgos, este recorrido coincide con el del narrador de sus libros, oriundo de una localidad identificada como W. "Yo crecí en un pueblo muy atrasado, donde por el hecho de que en los años de la posguerra no había dinero, se vivía como en una época previa a las máquinas. Así, los primeros ocho o diez años de mi vida los pasé en un entorno muy silencioso y natural, y por eso hoy siento la invasión de la vida. Quiero decir: pese a que los frecuente continuamente, en el fondo no soporto los aeropuertos. Y tampoco las grandes ciudades", cuenta el escritor.
Pero Wertach y sus alrededores no fueron, ni mucho menos, un idilio. "Si algún día soy capaz de volver a publicar algo, será necesario que hable más abiertamente de mi propia historia y sobre cómo crecí en una familia posfascista alemana. Sonthofen, la pequeña ciudad en la que fui al colegio, podría considerarse un paradigma del fascismo, con su burgo y sus dos cuarteles militares. Es sabido que los sentimientos malignos se heredan. De niño, yo fui educado por alguien que acababa de salir de esta catástrofe, lo que de alguna manera deja huellas. No puedo decir: esto no tiene nada que ver conmigo". El nuevo proyecto literario de Sebald gira, precisamente, sobre lo que él llama la "educación sentimental" de los alemanes durante el nazismo. A Múnich ha venido para documentarse unos días en el Archivo de Guerra.
En retrospectiva, marcharse del Allgäu fue una opción inconsciente para escapar de un ambiente opresivo. Tuvo su coste: "Mi relación con Alemania es muy ambivalente. Por haber vivido veinte años sin casi moverme de un sitio, la sensación de pertenencia ahí está, aunque el resto del país sólo lo conozca desde la perspectiva de los cuartos de hotel. Lo extraño es que los alemanes, cuando hablan conmigo, me traten como un nativo -lo que para nada es el caso- y más aún si escuchan mi acento regional. Se me acepta de inmediato, pero en mi propia recepción de esta aceptación siempre hay un problema, algo que no va. Al mismo tiempo, desde luego, tampoco puedo afirmar que mi casa sea Inglaterra. Allí me siento igualmente extraterritorial. Es una buena predisposición para la escritura, pero también una carga, que, con el tiempo, se vuelve cada vez más pesada, también porque las investigaciones para los libros implican muchos viajes. Me he convertido en algo así como una existencia ambulante y encaro con cierto pánico lo que me resta de vida".
Una existencia ambulante
De la propia errancia al destierro ajeno sólo hay un paso, y Sebald lo ha convertido en un tema central de su obra, en especial, en las cuatro narraciones que componen Los emigrados. "Mi posición permite desarrollar un grado de empatía con personas a quienes esto ha sucedido no por una fortuita decisión propia, como en mi caso, sino por imposición ajena. Porque aquellos que son culpables de ello nunca se pueden imaginar cómo es ser expulsado de repente de un país. Todavía hoy, los alemanes no se pueden imaginar esta experiencia vital. De la noche a la mañana uno es convertido en una no-persona y es despojado de todo: de la casa, del dinero, de lo que uno ha adquirido en toda una vida o en varias generaciones, del idioma. Al vivir en Inglaterra, al menos en los años sesenta y setenta, me encontraba con muchas personas algo mayores que venían de Alemania. Yo, un joven académico, y ellos, que ya llevaban treinta años allí. Pero no estaban asimilados. Tenían su profesión y trabajaban en las instituciones, pero los ingleses siempre, a primera vista o cuando abrieran la boca, se daban cuenta de que se trataba de inmigrantes".
También la hasta ahora más ambiciosa obra de Sebald, Austerlitz, publicada en febrero en Alemania y ya casi traducida al inglés, gira sobre el destierro. En un tortuoso viaje hacia su propio pasado, el protagonista, Jacques Austerlitz, ya mayor, descubre que es huérfano del holocausto. La mayor parte de las críticas han sido elogiosas, incluso reverenciales. Pero Sebald no se fía y se ha tomado muy en serio algunos reproches de que su estrategia narrativa y su elegante estilo terminan por anestesiar el horror de los campos de concentración.
"En una de las críticas se calificó de risible que yo enumere todo lo que se veía en la vitrina de la única tienda en el antiguo campo de concentración de Theresienstadt", recuerda Sebald. "No aparece en el libro, pero allí también se veía un pequeño letrero de metal, ya desvencijado, en el que se leía: 'Agua de Theresienstadt'. Imposible mirarlo con inocencia. Es como la palabra clave que susurra el apuntador en una obra de teatro: detrás de ella, está toda la historia. No creo que en la descripción de aterradores sucesos históricos tenga mucho sentido explayar este terror en cada página. El lector no está en condiciones de asimilarlo. El método siempre tiene que ser indirecto y tangencial, y se tiene que intentar dejar en claro a los buenos lectores -los hay- que el autor piensa siempre, o con mucha frecuencia, en el tema. Para mí, escribir este libro ha sido el intento de crear un museo alternativo del holocausto. Aunque también es cierto que tan pronto algo terrible se ponga en un contexto estético, se convierte en conmensurable. Es el dilema moral de toda escritura".
Sentimiento de culpa
"Quizá Austerlitz consagre a Sebald también en Alemania, donde, a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, Reino Unido o Francia, es un ilustre desconocido. "No estoy seguro, pero puede que tenga algo que ver con la temática de mi trabajo, muy relacionada con temas como el exilio y la persecución política. Los alemanes se sienten obligados a ocuparse de estas cuestiones, y, de hecho, lo hacen constantemente, pero por conciencia de deber. Son campeones mundiales en el sentimiento de culpa. No es un reproche, más bien una constatación: los alemanes de por sí se interesan muy poco por el pasado. Aparentan hacerlo, pero en realidad no es así. Por supuesto, esto les permite concentrarse más en el presente, lo cual es una de las condiciones para su eficiencia, supongo".
"Se escribe con la cabeza, y no con el cuerpo", sentenció Sebald en una ocasión. Elaborados racionalmente hasta en el último detalle, sus libros, no obstante, logran transmitir una profunda desazón. Sebald invoca la melancolía y explica: "La melancolía, en principio, no es un estado emocional. Puede que esté cargada de pesadumbre, que supongo es una forma de depresión, pero también es algo muy cerebral, que tiene mucho que ver con el pensar. Walter Benjamin, y los que lo siguieron, reflexionaron acerca de que la me-lancolía es una condición básica del trabajo creativo. Es decir, no es muy probable que se escriba literatura de cierta profundidad con un temperamento diametralmente opuesto a lo melancólico".
Dejar de escribir
Es una melancolía sazonada con pánico. "Tengo unas dudas tenebrosas acerca de lo que hago, tanto desde un punto de vista moral como desde uno estético. Escribir cada vez me cuesta más. Es muy característico de un determinado tipo de autor volverse cada vez más escrupuloso, sentir el pánico de ya no tener nada que contar, de hablar siempre de las mismas cinco cosas, al no saber de nada más. Pánico de repetirse en el lenguaje y en las ideas, y de escribir una frase que ya se había escrito. A veces, tengo la sensación de que debería dejar de escribir, de que ya basta".
Al mismo tiempo, se trata de una predisposición reflexiva con un centenario legado cultural a cuestas. "Seguramente también es un problema evolutivo, en el sentido de que para los autores del siglo XVIII escribir fue más fácil que hoy día. No existía hasta este punto la reflexividad sobre el trabajo propio, que comenzó con Flaubert, y la manera cómo se maltrató él mismo escribiendo. Rousseau y Voltaire, en cambio, se lanzaron alegremente a escribir, a seguir adelante, a mejorar la sociedad, a ilustrar".
Y las perspectivas son poco prometedoras. "Cada vez me convenzo más de que la capacidad de escribir podría desaparecer social o culturalmente. Entre más traquetee la gente en sus cajas de traqueteo..." (Sebald, en cambio, escribe a mano). "Es definitivamente posible que la sintaxis y la gramática desaparezcan y el idioma se convierta en algo gesticulante. Si leo a Voltaire o a autores alemanes del siglo XVIII, tengo la impresión de que la hipotaxis idiomática, la dependencia de una proposición de la otra, estaba mucho más desarrollada que en la actualidad. Si usted lee detalladamente la prosa contemporánea, también de literatos serios, se dará cuenta de que con frecuencia algo falla en la sintaxis".
No así en sus propias narraciones. Hoy día, sólo Sebald es capaz de escribir de esta manera en alemán, según admiten incluso sus detractores. Su estilo, preciso hasta la obsesión, contribuye a dar continuidad a una obra que bien podría ser considerada una única corriente narrativa: "Es el mismo proyecto ya formulado por Alexander Kluge: el intento de relacionar los sentimientos personales, por un lado, y los recorridos objetivos de la historia, por el otro. Ambas cuestiones se contradicen fuertemente, pero de lo que se trata es de mirar la manera cómo se condicionan mutuamente".
"Vértigo en el fondo es una especie de autoanálisis. El tema principal es el amor, en sus distintas expresiones y condiciones de pánico. En la última parte, en la que el narrador regresa a casa, se intenta entender de dónde proviene toda esta conmoción emocional, propia del ser humano. En Los emigrados y Los anillos de Saturno, los contextos son otros, pero aun así el elemento autobiográfico recorre intermitentemente los tres libros. Si se han leído, es posible hacerse una imagen aproximada de la persona que se encuentra detrás del narrador. No es fiable, pero sí cercana. Y esto para mí es muy importante, porque tengo la sensación de que es necesario que quien escriba un texto ficticio muestre sus cartas, es decir, que diga algo sobre sí mismo y se tenga una imagen de él".
"Al mismo tiempo", prosigue Sebald, "me parece espantoso el confesionalismo, es decir, presentar continuamente en bandeja mis problemas personales. Por tanto, he tenido que encontrar una modalidad que me permita garantizar mi presencia en el texto. El pensamiento también tiene mucho que ver en esto. No creo que sea posible escribir hoy día un texto de alguna manera carente de ideas, que tan sólo cuente la historia de personajes fortuitos. En mi opinión, la buena prosa tiene que intentar construir ideas y mundos, y también tomar postura sobre el estado de las cosas. Al fin y al cabo, uno reflexiona sobre estas cosas".
Degradación natural
"Más que la situación social, que en la actualidad ya no me parece decisiva, me interesa la relación entre la naturaleza y la sociedad, las consecuencias negativas de nuestro modo de vida. Desde luego, no es un problema nuevo. Hoy día, sin embargo, la degradación de la naturaleza define nuestra vida como nunca antes". Últimamente, Sebald ha pensado mucho en esta "perversión de la sustancia vital", ya reflejada en la descripción de la pesca del arenque en Los anillos de Saturno. "Con la fiebre aftosa, que en el Reino Unido todavía no ha terminado, en la televisión se veían estas imágenes de hecatombe de animales achicharrados. Ya son casi cuatro millones de reses y ovejas sacrificadas de cualquier manera. Cada uno de los animales, ejecutado con un tiro en la cabeza. La sangre corría por todas partes".
A la vez que el narrador-autor se involucra en la obra, también los demás personajes tienen que tener asidero en la realidad. "Para mí, es importante saber que no estoy leyendo una vaga historia, que ocurrió en algún momento en la Barcelona de los años cincuenta. Quiero saber con mucho detalle cuándo nació la gente, y quiénes fueron sus padres. Los datos y la localización siempre me han parecido importantes, y ya desde niño me interesaba el hecho de que hubiese lugares de otro nombre. Todas las estaciones de tren entre el Allgäu y Múnich se me hacían como misterios. Son lo cronológico, lo topográfico y los datos biográficos y de otro tipo los que dan estructura a un texto. Limitarse a las emociones de los protagonistas, como sucede en muchas novelas, para mí es demasiado pobre. Y la manera como escribo es una consecuencia de mis propias preferencias y aversiones. Siempre me ha parecido lógico coger de las biografías aquello que pueda necesitar y luego inventar un poco, aquí y allá".
Sebald viene de leer una autobiografía de Rosa Lévine Meyer, esposa de Eugen Lévine, líder de los consejos revolucionarios de Múnich en 1919. La razón: uno de los correligionarios de la pareja se llamaba Egelhofer. "Igual que mi abuelo", constata, intrigado, Sebald. "No existen tantos Egelhofer". Pero hay algo más que se solapa: Rosa Lévine Meyer nació el mismo día que Sebald. Al haber "una probabilidad de 1 a 365, esto no es demasiado excepcional". Pero el punto es que "siempre son estas coincidencias las que establecen una relación directa con el lector y por eso es tan importante ocuparse de los datos reales. Para los lectores, posiblemente, existan otras conexiones. Por ello, en mis libros, precisamente aquello que más inventado e improbable parece, la mayoría de las veces se sustenta en hechos reales. La invención se limita a las zonas marginales".
Recordad a los muertos
Rosa Lévine Meyer ha impresionado también por otra razón a un súbitamente coqueto Sebald. "He visto una foto de ella que me ha gustado mucho, de cuando tenía 25 años. Una mujer así me gustaría encontrármela cualquier día de éstos por la calle". Puede que también sus lectores tengan la oportunidad de admirar a la joven revolucionaria, quien, tras desencantarse con el comunismo, acabó exiliada en Inglaterra. Sebald suele ilustrar profusamente sus libros con fotografías, en teoría auténticas. "Las imágenes en blanco y negro me remiten a otros mundos. Son documentos de una ausencia casi metafísica. Mudas, las figuras te miran como esperando la oportunidad de decir algo".
Entramos, pues, al terreno de los difuntos, a la recuperación de la memoria, a la superación del tiempo. Sebald ha leído con mucha atención a Borges, homenajeado ya en Los anillos de Saturno. "Borges comprendió muy temprano el error que supuso expulsar a la metafísica de la filosofía. Porque, de hecho, hay cosas que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, forma parte de nuestra condición humana, antes más que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos nos distingue de los animales. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones. A esta gente se la conocía. A mí, la metafísica me ha interesado desde muy temprano. Puede que tenga que ver el que haya crecido en un pueblo muy atrasado, donde estas actitudes de alguna manera aún estaban presentes. En el sentido en el que Franz Kafka dijo que alcanzó a agarrar la esquina de una manta de rezo judía que ya salía volando, yo todavía alcancé a ver qué es lo que fue eso".
"Los muertos siempre me han interesado más que los vivos. Los cementerios me han atraído desde niño, y no creo que sea morbosidad. Lo que a mí me interesa es de qué personas se trataba, y en ello también tienen que ver las ideas. En Los anillos de Saturno, por ejemplo, está la figura del médico Tomas Brocen, quien también escribió libros. La forma que toman sus ideas es maravillosa. De ahí, desde luego se puede extrapolar que nuestras actuales nociones científicas posiblemente no sean mucho más acertadas de lo que pensaba la gente en el siglo XVII. Y que lo único que realmente vale de una idea es la belleza de su forma, y si, de alguna manera, es capaz de conmover. Nunca se puede partir de la base de que una idea sea más correcta que otra. Creo que, como sociedad, hemos perdido mucho en los últimos 150 años al habernos entregado casi completamente al positivismo".
Lo excéntrico y lo fantástico
La protesta particular de Sebald consiste en abrir las puertas de sus narraciones a lo fantástico, ya sea en la figura de aquel perseguidor de mariposas que evoca a Vladímir Nabokov, en los fantasmas que pueblan Austerlitz, o en muchas de las biografías reflejadas. "Prefiero escribir sobre personas bastante excéntricas, y lo excéntrico tiene algo de fantástico. Este tipo de cosas, por lo demás, también le sucede a uno. A mí, por ejemplo, recientemente me pasó que estaba en un museo de Londres para ver dos cuadros. Detrás de mí había una pareja que, creo, conversaba en polaco. Un caballero y una dama, de aspecto muy extraño, no parecían de nuestro tiempo. Después, por la tarde, tuve que ir hasta la estación de metro más periférica de Londres, una ciudad de 15 millones de habitantes. No había nadie. Salvo estos dos del museo. Ahí estaban", recuerda Sebald.
"Lo que Borges dijo sobre las coincidencias corresponde con bastante exactitud a lo que también yo pienso. No son casualidades, sino que en alguna parte hay una relación que de cuando en cuando centellea por entre un tejido ajado. Pero no tiene sentido especular. E. M. Foster ha dicho que el elemento más crucial de una novela es que debe haber algo que no es posible aprehender del todo". Sebald concluye: "Y esto es lo que se puede decir de la literatura: lo único realmente bello que tiene es que todo está permitido".
"No leo a autores contemporáneos"
CUANDO Javier Marías, sebaldiano declarado, recientemente pidió al escritor alemán una nominación para el Premio Reino de Redonda, éste se abstuvo: "Querido Javier: yo no leo a autores contemporáneos" (a la postre, el homenajeado fue el surafricano J. M. Coetzee). Con la mirada fija en el pasado y muy exigente como lector, Sebald considera una especie de pérdida de tiempo seguir la pista a un "mercado desbordante" en el que abunda la "mala literatura". "Caso dado, es mejor volver a leer El Quijote", manifiesta. La mayor parte de sus lecturas consiste en obras biográficas, históricas y científicas, materia prima, muchas veces, para sus investigaciones.
Sin embargo, Sebald es un gran conocedor de algunos clásicos contemporáneos y, en especial, recuerda mucho al austriaco Thomas Bernhard. "Es uno de mis modelos, y lo echo mucho de menos como autor. Calificaría de periscópico su método de narrar con uno o dos desvíos. Es una invención muy importante para la literatura épica de nuestro tiempo", señaló en una entrevista en Der Spiegel.
Sebald, quien dice detestar la crítica literaria, ha escrito dos ensayos sobre la literatura austriaca: Die Beschreibung des Unglücks (Descripción de la miseria) (1985) y Unheimliche Heimat (La patria siniestra) (1991). Además, ha reflexionado sobre Gottfried Keller, Johann Peter Hebel y Robert Walser en Logis in einem Landhaus (Hospedaje en una casa rural) (1998), y sobre la reticencia de la literatura alemana de ocuparse del tema de los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial, en Luftkrieg und Literatur (Guerra aérea y literatura) (1999).
Lunáticos, suicidas y otras personas normales
Texto: Jordi Puntí
LOS LIBREROS menos avispados suelen tener problemas para ubicar en sus estanterías las obras de W. G. Sebald. A primera vista parecen libros de ficción, pero una ojeada rápida permite descubrir las infrecuentes fotografías e imágenes que esponjan sus textos, y una lectura más atenta nos hace pensar en los libros de viajes, en la literatura autobiográfica, en -¿por qué no?- unas elevadas lecciones de cosas. Esta mezcla de géneros, tan atrevida como reservada, es una de las múltiples virtudes de la prosa de Sebald, y en ella se quiere ver una cierta desconfianza de la ficción (o quizá habría que decir desapego). También se ha encontrado en este procedimiento un punto de partida para obras más recientes de Javier Marías, Javier Cercas o Martin Amis, entre otros, pero no es menos cierto que antes de Sebald ya existían muchas muestras de prosa híbrida. Nadja, de André Breton, por citar un ejemplo, mantiene algún parentesco con las historias de Los anillos de Saturno: esa confianza en el azar y el arte de caminar sin rumbo como motor de la historia -proceso típico, por otra parte, de la narrativa medieval-.
Otra de las virtudes de Sebald tiene que ver con la emoción, con los detalles que se han salvado del pasado y que permiten reconstruirla en el presente. Sus libros exploran bajo mil formas diferentes el material sensible de la memoria. Lo que se encuentra y lo que se pierde en el tiempo, lo que el recuerdo debidamente motivado puede recuperar con la misma intensidad que una de esas películas mudas familiares, toscas y borrosas, pero de un alto contenido sentimental. Sebald ha contado en más de una ocasión que sus libros "no académicos" nacen como una forma de evitar el vacío, de llenarlo a pesar de saber a ciencia cierta que la memoria es un pozo sin fondo. Este proceso es al mismo tiempo terapéutico y doloroso, pues conlleva una sensación de vértigo, de dislocación.
W. G. Sebald ha publicado diversos estudios literarios -con títulos tan atractivos como La patria siniestra o Descripción de la miseria, sin traducción al castellano-, pero su primera incursión en la prosa literaria es precisamente Vértigo, de 1990. Se trata quizá de su libro más europeo, más centroeuropeo. Escrito en una prosa que no rehuye algunas formas arcaicas, se estructura en cuatro momentos diferentes pero enlazados entre sí. En el primero y el tercero persigue la presencia de Stendhal y Kafka en Italia por medio de referencias y documentos; en el segundo y el cuarto revivimos los pasos del autor en Venecia y, posteriormente, el retorno a su patria. Los pormenores eruditos conviven sin esfuerzo con las reflexiones más penetrantes. El siguiente libro, Los emigrados, de 1992, reconstruye la vida de cuatro judíos que abandonan su tierra antes de la ascensión del nazismo para trasladarse a otros países. Es este un libro más conmovedor que el anterior, también más atractivo estilísticamente, y su principal mérito es que consigue trasladar al lector la desazón sufrida en el exilio, cuando por años que pasen la sensación de pérdida sigue latente, esperando la señal que va a despertarla de nuevo. Los anillos de Saturno, de 1995, es el libro que acercó a Sebald al gran público. Siguiendo la misma fórmula de sus anteriores obras, el autor, que se encuentra convaleciente de una depresión, reconstruye una "peregrinación" que realizó por el condado de Suffolk, en la costa este inglesa, bajo la advocación de sir Thomas Browne, escritor y médico del siglo XVII, que por así decirlo guió sus pasos y le dictó sus intereses. Imposible resumir todos los aspectos tratados por Sebald en las páginas de Los anillos de Saturno; sus vivencias contadas deleitan e instruyen al mismo tiempo y, en todas ellas, ya sea hablando de la pesca del arenque, ya de la vida del escritor Michael Hamburguer, se puede hallar siempre un resquicio para el ascenso de la aflicción, para el desasosiego o la turbación o la inquietud. No he leído su nuevo libro, Austerlitz, pero supongo que una vez más Sebald va a seguir frecuentando la ecuación que le ayuda a sacar a la luz esta esencia de la buena literatura: ciertos lugares, ciertas personas. Rincones insólitos y perdidos, en los que habitan lunáticos, suicidas, sabios, excéntricos, personas hipersensibles y personas normales como todos nosotros.